Por Cesar Frugoni
La violencia verbal y simbólica se ha instalado como un actor más en la política y en la sociedad. No podemos naturalizar el insulto ni la deshumanización del otro. Las diferencias ideológicas deben ser resueltas con respeto y diálogo.
En la Argentina, el odio parece ser una sombra que nos acompaña desde los orígenes. A lo largo de nuestra historia hemos atravesado momentos de violencia extrema, divisiones profundas y enfrentamientos fratricidas. Y, sin embargo, en muchas ocasiones supimos salir adelante, sanar heridas y reencontrarnos como comunidad.
Pero en los últimos años, el escenario se volvió aún más preocupante. Las redes sociales y algunos medios de comunicación funcionan como amplificadores del odio. Todo se reduce a blanco o negro, amigo o enemigo, correcto o incorrecto. El pensamiento complejo se ve reemplazado por consignas simplistas. Incluso las opiniones profesionales o técnicas son atacadas con una virulencia inusitada. Ya no importa qué se diga, sino quién lo dice. La grieta se profundiza, y la crueldad se normaliza.
Esa intolerancia cotidiana no es inocua. La democracia no solo se sostiene en instituciones, sino también en valores: respeto, diálogo, pluralismo. Cuando estos consensos empiezan a quebrarse, el riesgo es que terminemos en una sociedad inviable, incapaz de construir proyectos comunes.
¿Somos capaces de revertir esta tendencia? ¿Podremos construir un país en el que las ideas se debatan sin odio, donde la diversidad de opiniones sea una riqueza y no una amenaza?
Las investigaciones académicas advierten sobre estos peligros. Hace más de una década, el Grupo de Estudios Críticos sobre Ideología y Democracia (GECID), dirigido por el investigador del CONICET Ezequiel Ipar, comenzó a estudiar cómo se articulaban nuevas formas de autoritarismo con discursos neoliberales. A partir de esas tensiones surgieron fenómenos de des-democratización que hoy se observan en varios países.
Uno de los principales problemas es el debilitamiento de los valores democráticos en algunos sectores de la sociedad civil. Cuando se habilita cualquier tipo de discurso que promueva la discriminación, la deshumanización o la violencia contra quienes piensan distinto, se rompe el pacto mínimo de convivencia. No se trata de censurar ideas, sino de evitar que el odio se convierta en regla.
En este contexto, surgen preguntas necesarias: ¿Todo enojo es discurso de odio? ¿Cómo regular los sentimientos? ¿Hay voluntad política para frenar esta escalada? Tal vez las respuestas no sean simples, pero lo urgente es reconocer el problema y abrir espacios de reflexión.
No se trata de pedir unanimidad. Ningún país democrático funciona con unanimidad. Se trata de recuperar el valor del respeto y del debate serio, como base para construir políticas de Estado que no dependan de los gobiernos de turno.
Quizá sea una utopía. Pero si no intentamos corregir el rumbo ahora, corremos el riesgo de que el futuro que soñamos para nuestros hijos y nietos nunca llegue.
El desafío está planteado. O aprendemos a debatir sin odiar o seremos una sociedad condenada a repetir siempre los mismos errores.