En un país donde la confianza en las instituciones es tan frágil como los acuerdos económicos que se deshacen con cada cambio de gobierno, el nuevo Plan de Inteligencia Nacional (PIN) aprobado por la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) no solo genera ruido, sino que enciende todas las alarmas.
En nombre de la seguridad nacional, el documento secreto —al que accedió el periodista Hugo Alconada Mon para La Nación— parece abrir una peligrosa puerta al espionaje interno sobre civiles que osen cuestionar al poder.
A lo largo de 170 páginas de lenguaje ambiguo, generalidades estratégicas y zonas grises, la SIDE plantea objetivos que, en un primer vistazo, podrían parecer legítimos: lucha contra el terrorismo, el narcotráfico, la defensa de los recursos estratégicos, la soberanía en el Atlántico Sur. Pero en los márgenes de esas prioridades, se asoma algo mucho más oscuro: la posibilidad de que periodistas, economistas, académicos, influencers y simples ciudadanos pasen a ser objetos de vigilancia por el simple hecho de ejercer su derecho a la crítica.
¿Quién define qué es «erosionar la confianza»?
Uno de los ejes más controvertidos del documento es la facultad otorgada a los servicios de inteligencia para recabar información sobre quienes busquen «erosionar la confianza en los funcionarios públicos». ¿Qué significa eso? ¿Cuestionar el operativo represivo de una marcha es erosionar? ¿Publicar un informe crítico sobre la inflación o el plan económico es una amenaza al orden institucional?
La falta de precisión convierte esta cláusula en una amenaza. Porque lo que en democracia se entiende como pluralismo y libertad de expresión, para el ojo del espía puede transformarse en un «riesgo cognitivo» o «distorsión de la percepción». Y así, con la excusa de proteger al país, se corre el riesgo de volver a una lógica autoritaria donde la inteligencia se usa para perseguir disidencias.
De la economía a los memes: todos bajo sospecha
El nuevo plan también muestra un sesgo ideológico: focaliza su interés en quienes generen «pérdida de confianza» en las políticas económicas del gobierno. En un país con una economía tan volátil y dependiente del análisis público, este punto pone en la mira a los «econochantas», como llama Milei a los economistas que disienten de su visión, y a cualquiera que critique las medidas de Luis Caputo.
Pero el documento va más allá: apunta contra quienes manipulen la opinión pública, usen tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial para «distorsionar la percepción» y difundan «desinformación». Una definición tan amplia que podría incluir desde campañas orquestadas por potencias extranjeras hasta un influencer libertario, un tuit viral o un video editado con memes políticos.
La falta de claridad, lejos de dar herramientas precisas para defender la democracia, habilita una caza de brujas digital que recuerda a los peores momentos del pasado argentino, cuando la vigilancia se disfrazaba de seguridad.
El alineamiento geopolítico y la «batalla cultural»
El nuevo PIN también explicita un alineamiento sin matices con EEUU e Israel, países definidos como modelos. Esta orientación no sorprende en un gobierno que reivindica públicamente figuras como Donald Trump y Netanyahu. Pero sí resulta inquietante que esa preferencia geopolítica se traduzca en una doctrina de inteligencia que incorpore elementos de la llamada «batalla cultural» que impulsan los sectores más radicales del oficialismo.
Bajo esa lógica, todo aquel que cuestione al gobierno puede ser considerado parte del «enemigo interno», especialmente si lo hace desde una organización social, una universidad o un medio de comunicación.

Espías y criptomonedas, pobreza y carteles
El plan también revela obsesiones propias del pensamiento libertario: control sobre operaciones con criptomonedas, monitoreo de movimientos migratorios internos ligados a la pobreza y vigilancia sobre actores económicos con posibles conductas monopólicas. Sin embargo, algunos de estos puntos entran en contradicción con políticas del propio gobierno, como la reciente flexibilización tributaria o el incentivo a la desregulación total del mercado.
Y es aquí donde aparece la pregunta clave: ¿al servicio de quién está la inteligencia del Estado? Si las prioridades se moldean a la medida del discurso oficial, el riesgo es que el espionaje no se use para proteger a la ciudadanía, sino para blindar políticamente al gobierno.
Una democracia vigilada
En una Argentina marcada por la hiperinformación, las redes sociales y las burbujas ideológicas, la línea entre seguridad y vigilancia es más delgada que nunca. El nuevo plan de la SIDE no solo la borra: la pisa.
La democracia no se fortalece espiando a los críticos. Se fortalece garantizando que puedan expresarse. El riesgo de esta nueva etapa es que volvamos a usar la inteligencia no para anticipar amenazas reales, sino para disciplinar la disidencia. Un Estado que escucha más a sus opositores que a sus ciudadanos no es un Estado fuerte. Es un Estado paranoico.
Y en nombre de la paranoia, la historia argentina ya ha pagado precios demasiado altos.